El epílogo de 1943 a Was ist Metaphysik? (“¿Qué es la metafísica?”) propone que “Ser wohl west [acuñación heideggeriana estrictamente intraducible, que significa algo como ‘es dinámicamente y respira seminalmente’] sin el existente, pero que nunca podrá haber nada existente sin Ser” (“das Sein wohl westohne das Seiende, dass niemals aber ein Seiendes ist ohne das Sein”). En la quinta edición de la conferencia, simplemente se invierte esta doctrina central. Ahora se nos dice que “das Sein nie ist ohne das Seiende” (“nunca hay un ser del Ser sin el existente”). En seis años se había invertido todo el postulado ontológico. Gadamer infiere, con mucha justicia, el “pathos escatológico” que se desencadenó sobre Heidegger y Alemania durante estos años. Pero toda la confusión es más honda. Como en cualquier parte de Heidegger, el pensamiento y el experimento de habla exigido para “pensar en el Ser” independiente de los existentes, o de lo que es, real y existencialmente, resulta abortado. O, lo que importa mucho más, el propio experimento constituye una regresión involuntaria a lo teológico. Remplacemos Sein por “Dios” en todos los pasajes clave, y su significado se vuelve transparente. Un Sein ohne Seiendes (“un Ser sin seres”) como Heidegger debe postularlo si quiere mantenerse fiel a la antimetafísica y la antiteología de sus enseñanzas, es inconcebible e indecible precisamente en las maneras en que es inconcebible e indecible el Deus absconditus, el inmóvil Primer Motor del trascendentalismo aristotélico y agustiniano.

La equivalencia es aquello que Heidegger se esfuerza, casi desesperadamente, por evitar. Una y otra vez, su idioma y las pretensiones de inteligibilidad de sus definiciones y traducciones se parten, bajo presión. Heidegger desentierra etimologías desde profundidades sin precedentes y a menudo arbitrarias. En plena oscuridad encuentra, una vez más, a los dioses antiguos. Y de allí el giro, inagotablemente fascinador, a la poesía, a las artes después de lo que el propio Heidegger parece haber reconocido como una derrota central, no sólo política sino también filosóficamente. En un movimiento que es casi el de Schelling y del esteticismo filosófico (en la secuela de Nietzsche), Heidegger localiza en el mysterium tremendum de la oda de Hölderlin, o de la pintura de Van Gogh, esa “otredad” de la presencia absoluta, de la autosignificación ontológica, a la que no puede conceder una categoría teológico-metafísica. Y también, y de la manera más enigmática, de allí el giro hacia “los dioses”, hacia el Geviert (“cuarteto”) de fuerzas paganas y ctónicas que se encuentran en los últimos escritos de Heidegger. Pues para el último Heidegger, el Ser es presencia en la poesía y en el arte en que creemos.

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Pese a todas sus reales dimensiones -pocos filósofos han escrito o profesado más voluminosamente-, la obra de Heidegger se asemeja al método fragmentario y frecuentemente esotérico de sus amados presocráticos. Hasta los movimientos más prolijos, pacientes y discursivos de Heidegger tienen algo de la cualidad heracliteana de súbita iluminación, del “relámpago que une” (la disputada interpretación de Heidegger de un símil en Heráclito). Lo que deslumbra en las mejores páginas de Heidegger es un lento relámpago. Heidegger habría sido el primero en subrayar la naturaleza fragmentaria y preliminar de sus esfuerzos. Los concibió como una simple preparación didáctica y purgativa para una revolución del pensamiento y de la sensibilidad, que aún estaba por venir. Nuestra incapacidad y la incapacidad de Heidegger para articular el Ser de alguna manera sistemáticamente inteligible nos revela el tenor transicional y trágicamente escindido de la modernidad. Como Hölderlin, como Nietzsche y en constante referencia a ellos, Heidegger se ve literalmente obsesionado por intimaciones de un retorno revolucionario a la fuente, de un ciclo de regreso al punto de partida (comparable al de la poesía y la teosofía apocalíptica de Yeats). Habrá “dioses nuevos”, y sólo su llegada, en nuestra medianoche, podrá salvarnos. Este concepto de “salvación” (Rettung) pulsa a través de todas las enseñanzas de Heidegger después de la decisiva advertencia a Hölderlin y a Nietzsche durante el decenio de 1940. Queda explícitamente mitologizada en los textos ulteriores sobre el arte. Fue como si el Feldweg, el sendero por el bosque y el cortafuego que Heidegger empleó como talismán e imagen de la travesía del pensador, le llevaran de vuelta a algunos de los cruciales Lichtungen (“claros”) en la soteriología, en las propuestas teológicas de salvación, que el joven Martin Heidegger se había esforzado por rechazar. En último análisis, el Logos proclamado por Heidegger, el Verbo por el cual el Ser es, es como el final gemelo del Logos que habla en el evangelio juanino. Como para tantos grandes espíritus y creadores de nuestra época del “epílogo”, no eran nuevos dioses los que aguardaban en las encrucijadas, sino el viejo Dios, en toda inaceptable perduración. Heidegger luchó contra ese encuentro. Y la vehemencia de su lucha es la medida de su estatura. Y de su derrota, como pensador, como persona humana.

Pero eso, sin duda, es de lo que se trata. La única temporalidad y el único lenguaje adecuados al propósito de Heidegger serían los definidos por Celan: “im Norden der Zukunft” (“al norte del futuro”). Sólo entonces el caminante por la Selva Negra y el cantante del almendro, del Mandelbaum y del Mandelstamm, que había florecido en la única esperanza de Celan, podrán volver a reunirse.
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George Steiner, Heidegger
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