La escena

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Hace tiempo que intuimos que la vida ha decidido abrirse paso y que en esa voluntad el hombre no es más que una transición, una anécdota, algo que habrá de desaparecer, con la naturalidad con que el humo es deshecho por el aire. Esto lo intuíamos, repito, desde el día en que imaginamos un lenguaje con el que comunicarnos y crear leyendas, mitos, sagradas escrituras, interpretaciones, comentarios, críticas que prometen ramificarse hasta la eternidad: lenguaje separado, nacido de la añoranza de ese otro lenguaje que nos unía a la naturaleza y que era inconsciente, eterno, divino. No es extraño, pues, que el hombre, al hacerse consciente de su propia existencia, apartáse de sí, en un único y mismo movimiento, su natura y su espíritu, adentrádose en el espejo que lo habría de atar, ya para siempre, a la representación. Trabajada esta senda por el tiempo, hoy sucumbimos a la irrealidad. He aquí el resultado de nuestro complejo devenir: ya no cabe continuidad con la escena primitiva, vivimos en una cosmogonía de signos de la que el ser humano es el autor, el actor y el espectador. De ahí que tendamos tanto al sueño, al olvido. Vertida nuestra entera memoria en las redes de lo virtual, al hombre sólo le queda desmaterializarse en la gramática del sueño. Concienzuda falsificación que nos anestesia de un dolor demasiado profundo, demasiado verdadero. Magistral trampa de un suicidio silente al que hoy asistimos desde nuestra condición de espectadores, adictos a la distancia de una pantalla que aún es capaz de concedernos una última ilusión: la de estar protegidos, la de estar a salvo de. Ya sólo queda, pues, dejarse absorber por el continuum de la pantalla y fluir en la anestesia, fluir en la nada, fluir en el vacío, fluir en el olvido del ser.

Esta es la cara visible de la luna. Pero hay otra: la del silencio, la de la sombra, la del secreto.

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