Algo





En los lenguajes técnicos todo está presente, nombrado, el lleno y el vacío se ensamblan y se componen en la construcción de los movimientos, las formas poseen su morada y esta última no es considerada como secundaria. La mecánica del perpetuum mobile consistía justamente en armonizar lo mejor posible el paso de una forma a la otra, de un movimiento al otro por una serie de repeticiones que necesitaban hacerse cargo de los efectos y de las inducciones: lo que está lleno se va a vaciar y viceversa, el ciclo, la cadena son tomados en cuenta; mientras que en la observación corriente, no percibimos el mundo más que como una solución de continuidad, de objetos y de cosas separadas. En la construcción, ensamblamos esto y aquello en un conjunto que nombramos estructura, flujo, máquina, etc.

Esta suprema jerarquía de las formas de la visión habitual me parecía un verdadero enigma. ¿Existió esta jerarquía desde siempre? O bien, había sido pacientemente construída por la experiencia, por el uso de los grupos y de las sociedades del pasado? ¿Era aún posible vivir percibiendo el mundo al revés: en primer plano, la nada, la transparencia y sus figuras, en segundo plano, las materias, los objetos como fondo y no como formas?... Mis constantes esfuerzos por vivir de este modo me probaban que era extremadamente difícil y en todo caso que esto me pedía una dósis de voluntad bastante extraordinaria.

Este fenómeno que definía una jerarquía de la percepción del mundo en detrimento de la transparencia, ¿estaba justificado por las necesidades de la orientación o al contrario se trataba más bien de una especie de alienación heredada de un pasado lejano, de esos hombres perdidos en el infinito o más bien en lo indefinido de un paisaje primordial...? Esta jungla donde lo vegetal dominaba, donde la rica complejidad formal abundaba, donde todo era caótico y carente de nombres… esta primera sociedad perdida en un flujo de informaciones vitales, la del paisaje y su repetición estacional, habría instaurado poco a poco una lógica, una regla de percepción, un poco como nosotros hemos inventado el metro y el reloj, habría inventado la forma y el fondo para hallarse en ella o al menos para evitar perderse en ella.

Tal vez fue éste el objetivo de esas pinturas rupestres que consideramos demasiado fácilmente como representaciones semejantes a las nuestras pero que, quizá, para aquellos que las dibujaron, no se trataba, aún, más que de un aprender a dar con las formas del fondo, sencillamente… Los inicios de lo bello, de lo bueno, fue llegar a orientarse en el seno del paisaje del entorno, en medio de lo que es bueno a ver y bueno a absorber, ¿por qué entonces no haber plasmado la invención de los hábitos alimentarios, la selección de las plantas comestibles de sus recorridos sobre las paredes de las cavernas? Tal vez se trató aquí de otro ejercicio de selección, sobre el carácter comestible de las formas, de los fondos, de lo que podía intercambiarse como signos, como referencias, en un inextricable revoltijo de siluetas. No hay una única perspectiva, la que nos llegaría del Renacimiento, la aborígen o la esquimal se hallan en el mismo desierto en el que sucumbimos, la perspectiva es solamente una jerarquía de la percepción y existen probablemente tantas perspectivas como visiones del mundo, culturas o condiciones de vida.

Esta localización original tuvo que darse en los prolegómenos del lenguaje constituído, lenguaje que tuvo que coger el relevo facilitando la señalización del continuum inicial con las premisas de lo que habría de devenir toponimia. ¿Por qué persistir en la creencia de que la dicotomía forma/fondo exisitió siempre? Torpemente, yo intentaba aprehender esta no-distinción, pero no lo podía hacer más que por medio de un esfuerzo de exhumación de las transparencias, debía invertir la significación de lo lleno a lo vacío; ¿estábamos con la antiforma en presencia del contenido residual de una información que antaño había dominado? ¿El valor del vacío había realmente precedido el de lo lleno?... Mis dibujos, mis pinturas eran sobre todo ejercicios para interrogar los intersticios de la visión, una “visión” que para mí ya no valía, de hecho, ya no creía en mis ojos y estaba bien decidido a perseverar en este ateísmo un poco particular. Rechazaba categóricamente los privilegios de la percepción, estaba en el borde, en la orilla y este punto extremo me parecía el único digno de interés, estas orillas múltiples me parecían mi única patria, como ese humorista que declaraba: “Hace falta que medite al borde de alguna cosa, la cosa importa poco, lo esencial es que haya un borde…” .






Esos lugares en los que simultáneamente algo acababa y algo comenzaba me fascinaban literalmente; en el borde de mi ventana, la silueta de los inmuebles recortando el intenso azul del cielo me atraía, la mayor o menor nitidez del recorte me intrigaba, era éste el que determinaba finalmente la mayor o menor presencia de la antiforma, los contornos borrosos se difuminaban el uno al otro, la forma y la contra-forma desaparecían como en el impresionismo de un Turner o de un Cezanne, a quien prefería, y cuyo aproximamiento pictórico no abandonaba en nada la problemática formal.

Esta manera de tantear visualmente los límites perimétricos de las cosas era bastante comparable a un segundo método Braille, había una parte de ceguera voluntaria en mi manera de ver, de golpe estaba persuadido de que la visión daba menos que ver, era sobre todo un proceso de ocultación, un proceso muy antigüo en el que viejas costumbres de localización modelaban insensiblemente la imagen de todos los días, algo que escogía por mí la figura que yo contemplaba: “No vemos bien más que lo que tenemos ya en la cabeza”… Esta máxima me confirmaba un voluntarismo clandestino que obraba en la visión más corriente, lo que me indignaba también, a mí, cuya visión consistía justamente en descubrir, en desenmascarar, constantemente… No descubrir era como estar ciego, deslumbrado por la alta exposición y no inserto en la invalidez física de la baja exposición.

Hallaba entonces numerosos puntos comunes entre una y otra cegueras: en el caso de la invalidez, estabamos privados de imágenes, en el caso del vidente nos hallabamos privados de la libertad de descubrir imágenes realmente nuevas, las imágenes habituales que se presentaban a profusión no eran más que pantallas dirigidas a enmascarar la aparición de formas nuevas, a disimular la vida, el flujo de renovaciones, el cambio de las formas. Las figuras institucionales habían tomado sitio hacía tiempo, se situaban en primera escena de la aprehensión visual y defendían farrucamente su sitio.

Delante de mis ojos juegueteaban viejos fantasmas, el recorte de la realidad era el de un mundo olvidado, de un mundo de proliferación y de afluencia formales donde la distinción forma/fondo era la única manera de orientarse. Pero hallarse en ella se había convertido desde entonces en un vicio narcisista, aquello que el hombre moderno necesitaba no eran ya balizas, marcas, de las que ya estaba saturado, el mundo entero no era ya más que un sistema de orden, donde todo estaba desde hacía tiempo etiquetado, repertoriado, consignado; en cambio, lo que había prácticamente desaparecido era lo aleatorio, la superabundancia de la vida vegetal, animal.

La prolífica vegetación de las formas naturales había sido progresivamente sustituída por la organización y la normalización del campo social, el espacio había sido medido, cartografiado, el tiempo era, a partir de ahora, el de los péndulos, la diversidad de los relieves, la topografía había engendrado la topología, había inmensos museos repletos de todos los seres de la creación, desde el esqueleto del dinosaurio hasta la más minúscula mosca, todo había sido codificado y consignado en los escaparates de la historia natural, el conocimiento había vencido al desconocimiento, siempre había alguien para saber el nombre de las cosas, generaciones de especialistas se habían preocupado del inventario general de lo viviente, la última jungla era ésta, un matorral de etiquetas, de cifras, de dataciones, de mapas que, superpuestos, componían el nuevo paisaje, el de una procreación geodésica.

El mundo estaba en obras, no se veía más que las excavaciones de aquellos que buscaban los orígenes, los patíbulos de los estructuralistas; los paneles señalaban el menor recorrido, el menor trayecto, a izquierda, a derecha, hacia arriba, hacia abajo, era todo esto lo que desorientaba y lo que finalmente perdía al hombre moderno, esta designación que a fuerza de abundancia acaba abandonando su justificación: podemos sucumbir hoy en el laberinto de los signos como sucumbíamos antaño en la ausencia de signos. La situación de nuestro contemporáneo es la inversa a la del primate, tiene que haberselas en su camino con la proliferación de los marcas, de las reglas y de los órdenes, y es por ello que los procesos de organización de la percepción me parecían convenir tan poco a la época.

Una actualización de la percepción debería ponerse manos a la obra en la composición de la imagen inmediata: ver no puede ser siempre volver a ver. Hoy, no somos ya verdaderos “videntes” pero más bien ‘re-videntes”, la repetición tautológica de lo mismo en manos de nuestro modo de producción (la industria) está en manos también de nuestro modo de percibir. Pasamos nuestro tiempo y nuestra vida contemplando lo que ya hemos contemplado, es nuestro encierro más insidioso, esta redondez construye nuestro habitat, construímos lo análogo y lo semejante, es nuestra arquitectura, aquellos que perciben y construyen de otro modo, o en otra parte, son nuestros enemigos hereditarios.






Si actualemente estamos ávidos de nuestros recursos, del florecimiento de las energías naturales, habría también que estimar la privación sensorial que experimentamos aquí. Los fenómenos que oculta nuestra percepción del mundo nos privan de fuentes de energía, nuestra ceguera relativa nos oculta inestimables fuentes de información. Necesitamos para sobrevivir cambiar la vista, como necesitamos, para subsistir, cambiar la vida. No basta con hablar negatívamente de “crecimiento cero”, hay que esforzarse positivamente en reinventar nuestra visión del mundo. Mientras tengamos en el ojo esta brutal dicotomía, esta abusiva jerarquía de la forma sobre el fondo, nuestro temperamento nos llevará a la depredación, a la degradación de nuestro medio, al rechazo del otro y de la diferencia.

Nuestra visión es un campo de batalla donde queda disimulado, en la evidencia, este movimiento de nuestra cultura hacia la nada y la desaparición; “Menos es más”, declaraba Mies Van der Rohe, lamentablemente hemos pervertido los términos, echado abajo los polos y hemos elaborado una cultura de la desertificación.

Como los viejos lores, observamos los fantasmas del pasado; el objeto de nuestra atención, los paisajes que miramos, no son más que formas museográficas, no es necesario ir a la National Gallery o al Louvre para ver escenas del siglo XVIII, para contemplar las figuras del pasado, basta con abrir los ojos por la mañana y deambularemos por un museo de modas y de estilos de observación ya superados. Inconscientemente, repetimos las tipologías de aprehensión: desde la inicial separación de la figura y el fondo, el desprendimiento entre la línea de la tierra y el cielo, entre la orilla y el océano primordial, hasta la elaboración de la perspectiva científica.

Aquel que temía la caída del cielo, aquel que temía la masa líquida y los movimientos del océano, ha rasgado para nosotros un encadenamiento vital, una continuidad esencial entre lo sólido y lo fluído, lo gaseoso y lo mineral, entre la presencia y la ausencia, ha roto la relatividad propia al instante de la visión.






Paul Virilio, extracto de L'entreprise des apparences
in La ruse. Cause commune 1971, Union Générale D'Editions, 10.18
Traducción de F

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